Cuando salimos a la calle salimos ya a otro país. Son los mismos árboles, las mismas casas, las mismas gentes, pero en un mundo paralelo, en otra dimensión clónica en la que todo es exactamente distinto de su gemelo. Todo está mudo y muy pocas personas circulan por las calles de Mutuelleville. Las tiendas están cerradas; también, por supuesto, el Magazin General, que en cualquier caso, y al contrario que otros supermercados, no ha sido ni saqueado ni quemado. Encontramos finalmente una tiendecita abierta en la espalda de un edificio, junto a Charles Nicole. Una veintena de personas se agolpan frente al mostrador. Algo ha cambiado: no hay leche ni harina ni pan. Pero no es esto lo importante. La gente está -cómo decirlo- mejor educada; es más delicada, más respetuosa. No hay golpes ni empujones, no obstante el desabastecimiento y la necesidad de llevar alguna vianda a casa. Todos esperan su turno, preguntan con serenidad, se intercambian informaciones. En diez minutos hacemos una profunda amistad con una familia que expresa su alivio por la partida del dictador. Nos abrazamos. En una bolsa llevamos una botella de schweps, dos de zumo de naranja, un botecito de dentífrico, dos chocolatinas y una lata de sardinas.
En Place Pasteur, la poca gente que pasa saluda al retén militar, rodeado de alambrada de espino, que hace guardia en la entrada del Belvedere. Todos estamos tensos, tenemos miedo, pero al cruzarnos nos intercambiamos un saludo. En cada desconocido, de algún modo, reconocemos algo común, una amistad de otro tiempo que queremos verificar con este “aslema” tímido y sonriente.
Luego, hacia las dos de la tarde, la jornada se vira. Empiezan a llegar noticias de grupos armados que, en coches sin matrícula, entran en los barrios de la capital y disparan indiscriminadamente, asaltan las casas y las saquean. Los vecinos se organizan, armados de palos, para defender sus zonas. En nuestra propia calle una pandilla que esgrime cuchillos es rechazada por los habitantes de las casas contiguas, que me dicen que han pedido ayuda a la policía. Munquid, que vive en el garaje de al lado y se ocupa de regarnos las plantas en verano, me asegura, palo en ristre, que defenderá también nuestra casa.
Tras el toque de queda, que entra en vigor a las 17 h., la situación se vuelve angustiosa. El helicóptero militar que vuela desde la noche anterior por encima del barrio, con su luz roja giratoria y su sirena, rozando los tejados, pasa y pasa una y otra vez. Ayer me irritaba su rugido insistente; hoy me irrita más no oírlo. Los barrios de Túnez han organizado comités de autodefensa coordinados con el ejército para neutralizar a los “tonton macoute” de Ben Alí: 3.000 policías, se dice, que el día anterior habrían causado la muerte de cien personas y que horas antes han disparado sobre el Café Saf-Saf, en La Marsa, centro populoso de esparcimiento de nativos y turistas.
En casa, a partir de las 10 de la noche, mientras se escuchan a lo lejos, en Montfleury y Hay el-Khadra, ráfagas aisladas de metralleta, Amín organiza un centro de información; una especie de teleoperador de guerra que se comunica con los distintos frentes a través de Internet. Meher, Heyfel y Tarek están en Mourouj, Sofien en el Bardo, Taha en el Menzah, Mehdi en Cité el-Khadra, Amine y Radhouan en Kabaria, Amir en Ariana. Todos reportan minuto a minuto las evoluciones de la lucha sobre el terreno. Entre los barrios se ha organizado una especie de competencia para ver cuál de ellos detiene más coches de asesinos. La victoria por el momento es de Mourouj, donde se han arrestado diez. Es verdad que el pueblo unido jamás será vencido y si a veces parece una exageración lírica o retórica es por que no hay suficiente pueblo o no está suficientemente unido.
Hay tensión, miedo, angustia, pero también determinación en la victoria. Lo que parecía una revolución cabalgada por un golpe de Estado se está convirtiendo poco a poco en una guerra. Inquieta un poco leer los periódicos occidentales -los de España, pero también Le Monde oLiberation en Francia- y descubrir que no describen la situación en sus justos términos. Hablan de disturbios, de motines, algunos insinúan la presencia de elementos salvajes del “benalismo”, pero no dicen lo que verdaderamente está ocurriendo: grupos de policías del dictador -y de las milicias de su partido- acompañados de mercenarios están tratando de doblegar al pueblo por el terror.
Pero el pueblo tunecino resiste. Una mujer exiliada en Francia decía que “el 14 de enero es nuestro 14 de julio”. Tiene razón. Lo que ha ocurrido estos días en Túnez marca un viraje histórico que saca al mundo árabe en su conjunto de la sumisión a la que parecía condenado. Argelia, Egipto, Jordania, temen el contagio. Ya nada será igual: un clavo ha sido sacado no por otro clavo sino por una flor. Y nos hemos instalado ya en otra dimensión.
El segundo día del pueblo tunecino acaba lleno de incertidumbres y angustias, con batallas en las calles, rumores interesados difundidos por los mismos medios con los que el pueblo se informa y se defiende, con la conciencia de que esto no ha acabado y de que aún hay que pelear.
Pero Mourouj 10, La Marsa 6, Cité Al-Khadra 5.
Túnez no se rinde.
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