Vivimos inmersos en un proceso de globalización del espacio, es decir, de completo sometimiento del espacio a las leyes de la economía global, por lo que a menudo, en las ciudades y pueblos marginados por la corriente económica actual no faltan voces que clamen por nadar en ella cuanto antes. La panacea del mal económico resulta ser casi siempre una macroinfraestructura: una autopista, un megapuerto, una parada del tren de alta velocidad, un complejo turístico… A las voces de la oligarquía local, se unen a veces los de la masa asalariada, convencida de las bondades desarrollistas. Dicen que “el progreso” es necesario, que así se saldrá del “atraso”, que habrá “trabajo”, y, por lo tanto, “dinero”. Los intereses dominantes, los de la clase dominante, se manifiestan siempre como intereses generales, y cuanto mayor sea el dominio sobre la población, mayor será su identificación con ellos. En la actualidad, cuando la penetración del capital alcanza todos los ámbitos de la actividad humana, los individuos piensan lo que el capital quiere: no son ellos los que existen, a no ser como abstracción, porque no piensan realmente; su pensamiento ha sido programado. Cuando hablan, escuchamos a la mercancía promocionando su mundo. Para usar conceptos como progreso, atraso, trabajo o dinero, sin caer en los tópicos del lenguaje de los dirigentes, hay que comprender su verdadero significado, y para poder hacerlo hay que situarse fuera de los hábitos de pensar de la dominación. Pensar, o ser, equivale a cuestionar.
En primer lugar hay que preguntarse por el significado real de la construcción de una infraestructura de grandes dimensiones, pues desde luego, generará una importante demanda de trabajo, aunque temporal y de mala calidad, y conseguirá en las coyunturas favorables una elevación del nivel de consumo entre los asalariados, una mayor mercantilización de su vida, o lo que viene a ser lo mismo, un crecimiento de “la clase media”. Aumentará tanto la población como la circulación, se producirán desarrollos urbanísticos, se construirán centros comerciales y hoteles, se venderán más coches y se abrirán nuevas sucursales bancarias. Se impondrá un nuevo estilo de vida, más motorizado y consumista, con prótesis tecnológicas cada vez más imprescindibles, etc, cuyas secuelas en forma de accidentes de tráfico, infartos y suicidios quedarán reflejadas en las estadísticas. Y hay que contar con que dicha infraestructura también causará un impacto negativo en el entorno y aportará una mayor artificialización del medio ambiente. Aumentarán asimismo las desigualdades sociales y la anomia, o sea, el grado de descomposición social, con todas sus consecuencias necesarias: corrupción, masificación, atomización, exclusión, agresividad, neurosis, miedo, control, racismo… Crecerá la producción de basuras y la contaminación, el ruido, las detenciones de indocumentados, ladronzuelos y traficantes, la especulación inmobiliaria y otras formas expeditivas de enriquecimiento, la degradación de la sanidad, la enseñanza y la asistencia públicas, etc. Son males inherentes al desarrollo capitalista, que de todas formas van a ocurrir; las infraestructuras solamente acelerarán su llegada y contribuirán a su intensificación.
Las grandes infraestructuras son una exigencia de la mundialización capitalista, de la nueva división internacional del trabajo, donde predominan la circulación y los “flujos” sobre la producción y los lugares. Ayudan a colocar “en el mapa” a las antiguas metrópolis convirtiéndolas en nudos de la red internacional mercantil. El capital, dueño del espacio, lo reestructura adaptándolo a las necesidades del momento. Bajo el capitalismo global, se vuelven obsoletas tanto las instituciones independientes o las administraciones autónomas, como los mercados locales. Las antiguas ciudades se transforman en aglomeraciones urbanas impersonales en expansión permanente, lugares de entretenimiento y consumo a gran escala, verdaderos agujeros negros que absorben energías, mercancías y vidas, asentamientos sin espacio público, sin tiempo, sin historia ni cultura específica, transparentes, tematizados, simplificados. Es el resultado de una victoria; la del capital.
El final de una etapa basada en la economía industrial ligada a mercados nacionales bajo protección estatal y apoyo sindicalista ha desorganizado el espacio, reduciéndolo a fragmentos desconectados, sin función alguna. Mientras las antiguas metrópolis luchan por un lugar en la economía globalizada, domiciliando sedes y acaparando tareas de gestión y dirección, los pedazos del sistema urbano y territorial que las envolvía han de gravitar de nuevo a su alrededor buscando rozarse con los “fujos” internacionales, es decir, integrarse en la conurbación metropolitana ofreciendo espacio y demás facilidades para la globalización de su economía. Las ciudades pequeñas y el campo, en decadencia y “atraso” por padecer las consecuencias del cese o la deslocalización de actividades productivas, han de sobrevivir –han de acumular capital—en la proximidad de los nudos de la red mundial. Por lo que no tienen otra salida que reclamar su parte, su infraestructura, para encajar en algún anillo suburbano.
En la periferia de las conurbaciones se libra una batalla aparente por la economía globalizada, a la que se exige un incremento en el ritmo, un grado mayor de destrucción territorial. Parece que la salvación venga de manos de la horca. Desmontar el discurso “progresista” y desenmascarar los intereses que se ocultan tras él es ya una tarea inexcusable. La libertad y la felicidad humanas serán la obra de quienes hayan sabido evitar aquello que los dirigentes llaman “desarrollo”, “progreso” y “trabajo”. El “atraso” es revolucionario.
Miquel Amorós