Desde que el movimiento de las acampadas de Sol se descentralizó a los barrios y pueblos de Madrid, en las plazas se respira un aire distinto. Un aire que despide asamblearismo por los cuatro costados y le devuelve a la plaza su función olvidada de autogobierno. Un aire que, en un contexto de posible despertar de la conciencia colectiva y de crisis sistémica, nos traslada al “comicio”, al “concejo abierto” y al “ayuntamiento general”, que son algunos de los nombres que recibía la práctica de la democracia no-delegada en la península.
Esta primera ruptura con la apatía, este “embrión de consciencia”, supone un empoderamiento de los ciudadanos, además de un intento de resucitar los lazos sociales diluidos por el reino de la mercancía. Pero una vez disipado el entusiasmo de los primeros meses, toca hacer balance crítico y estar preparados para lo que venga. Teniendo muy presente que el sistema intentará cooptar, domesticar o reconducir la disidencia hacia su tradicional agenda política. No podemos renunciar a la estrategia, a desbordar los cauces de lo previsible para que, una vez hayamos recuperado las capacidades organizativas que teníamos atrofiadas, hacer uso de ellas golpeando donde duele.
Lo prioritario ahora es trazar de forma clara la línea divisoria entre el “nosotros” y el “ellos”. El corsé que representan los medios de comunicación y su intoxicación cotidiana, nos lo pone muy difícil. Cuando Malcom X dijo que nos harían amar al opresor y odiar al oprimido, no iba muy desencaminado. Ahora ser no-violento o pacifista es compatible con gritar: “policía únete” en las manifestaciones al día siguiente de que las cargas de los Mossos en Plaza Cataluña se saldaran con 121 heridos. Ahora un Estado que golpea a gente sentada mientras aniquila los derechos sociales por los que lucharon nuestros padres, se puede permitir el lujo de dar lecciones de moralidad y pedirnos que nos posicionemos frente a la violencia.
Estamos de acuerdo en que los medios de comunicación están al servicio de las élites, pero lo realmente peligroso es dejar que marquen el debate político y sus ritmos. El debate sobre la violencia, por ejemplo, es una agenda impuesta desde arriba, que no ha surgido de forma natural en las asambleas por la sencilla razón de que no es el momento de “elegir entre Islandia o Grecia”, ya que sabemos de qué fuentes bebe el respaldo social del que gozamos.
La ficción del malvado “antisistema”, que buscaría acabar con la protesta desde dentro, es otra tentativa desesperada de acabar con un movimiento heterogéneo y horizontal; un revival cutre del clásico “divide y vencerás” que busca marginar al sector revolucionario. ¿Porqué en vez de quedarse en la etiqueta facilona de “antisistema”, no se mojan y nos cuentan anti-qué sistema?
La crítica a los medios de comunicación no puede reducirse a una simple denuncia de las salidas de tono de tal o cual canal de televisión. Debe poner sobre la mesa la cuestión de la libertad de conciencia en un mundo que, reduciéndola a mercancía moldeable, la ha aniquilado. Pero sobre todo debe ponernos en guardia permanente para que seamos capaces de discernir entre sus intereses y los nuestros, los cuales además de distintos, son antagónicos. Es una cuestión estratégica en la que nos jugamos la autonomía de un movimiento que, con sus limitaciones y contradicciones, ha sido capaz de articular una propuesta de masas desde la democracia directa.