Un tipo entra en un banco y dispara sobre varios empleados. Poco antes, ha hecho lo mismo en el interior de un bar cercano, vaciando el cargador de su escopeta sobre su jefe y también sobre el hijo de éste. Más tarde, un reportero cuenta lo sucedido mirando hacia una cámara colocada a las puertas del banco: “Al parecer estaba a punto de ser embargado y desahuciado”, afirma. Al día siguiente el asunto inunda las tertulias. Prácticamente todos los comentaristas condenan lo sucedido, buscando la explicación en algún tipo de problema mental. Apuras el café y, cuando estás a punto de irte, escuchas a un grupo de currelas que dicen: “¡No te jode, lo que pasa es que estaba desesperado!”, dice uno de ellos; “¡cabrones!”, añade otro.
Tiempos nuevos, tiempos salvajes.
Lo sorprendente de esta época y de todos estos acontecimientos relacionados con la crisis no es el derrumbe de toda esperanza, sino que nuestra paciencia (aún) no se haya agotado. Somos caballos de carreras, izquierdistas acostumbrados a estar satisfechos con nuestro modo de vida. Somos el siguiente tesoro, la montaña que conquistar (las elecciones, amigos, las elecciones).
Estamos asistiendo, sin duda, a la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial o del crack de 1929. El futuro mediato, o el presente que ya estamos viviendo, es la violencia entre quienes estamos padeciendo sus crisis (una pintada que apareció en la fachada de la Fnac de Madrid durante la pasada Huelga General decía acertadamente: “600 euros es violencia”), la falta de solidaridad, el miedo a perder el curro pero también el miedo al otro, la soledad, la medicalización total y los antidepresivos como el nuevo tótem, los suicidios y las acciones suicidas. O quizás no, porque el único camino posible pasa por negar la totalidad, un gran rechazo al sistema, a los sindicatos y las instituciones, negar el auxilio a los bancos, pero también a la clase política sin excepciones. Los bancos se unen para así ser más fuertes, mientras que aquellos que padecemos la crisis nos aislamos unos de otros viviendo el drama en el interior de unas casas cada vez más endebles pero, al mismo tiempo, también más blindadas.
El tiempo se agota. La precariedad se encuentra ya instalada en nuestras vidas. Precariedad en el trabajo (cuando malamente lo encontramos). Temporalidad en las relaciones afectivas (internet como pseudovida a distancia). Hemos perdido el control del tiempo y de los tiempos. Más aún: hemos perdido todo control. Es inútil hacer planes, salvo para los bancos, entidades acostumbradas a planificar la longevidad de su capital, porque el crédito es ganancia futura y el dinero ingresado (nuestros salarios) movimientos del capital y especulación. Temporalidad y filosofía barata, una nueva teología poblada de palabras como “liquidez”, “mercados” o “burbuja”.
Habitamos un Tiempo ya instaurado. La lucha por el tiempo libre del trabajo esconde la quimera del propio tiempo libre. Por eso, cuando los trabajadores y todos aquellos que están camino de serlo, o al menos de intentarlo, recibimos la noticia del aumento en la edad de jubilación, inmediatamente sentimos que se nos había impuesto una nueva condena; sentimos que nuestro mundo -construido a base de creencias acerca de la intocabilidad de ciertas cosas- había sido dañado. Otros, aquellos que sólo han conocido crisis toda su vida, sonrieron y dijeron: “Bienvenidos al club”. Acostumbrados a vivir con lo puesto, imaginarnos nuestra vida dentro de diez o veinte años parece un imposible. El trabajo asalariado es la muerte en vida, porque todo alargamiento de una actividad cada vez más miserable y precaria tan sólo conduce a la medicalización generalizada. Somos el último ejército, un ejército en medio de un estado de excepción y que sólo es movilizado cada cierto tiempo para votar a unos jefes a los que perdimos el respeto hace ya tanto tiempo, o para acudir en masa a eventos deportivos y fiestas de turno. Los hombres y las mujeres se parecen mucho al tiempo que habitan. Y en esta época de miedos, muchos han sentido pánico.
Compañeros, ¡no queremos que la vida se nos vaya pensando qué hacer con nuestro tiempo! porque la única certeza que tenemos es que ya casi no somos dueños de nada. Queremos sentirnos vivos de verdad. Contarlo todo, discutirlo todo, destruirlo todo para construir otra vida y no esta forzada supervivencia. Cuando el tiempo es alienado, ese maldito tiempo se convierte en una maldición y de esta forma, convertida ya en la Gran Ideología de la época, sentimos que el tiempo, nuestro tiempo, nos es arrebatado. Es preciso detener la máquina, pero todavía es más urgente que nos detengamos todos. Mientras tanto, sumamos los días para que, sea como sea y al precio que sea, pasen rápido.
Nada volverá ya a ser como antes, pero nosotros tampoco deseamos que las cosas vuelvan a ser “como antes”. No queremos ninguna vuelta a una normalidad que ya detestábamos. Lo queremos todo patas arriba. Esta crisis de legitimidad, con la falta de esperanza y la idea que ya flota en cada rincón de esta ciudad (¡Todos fuera!), también indica el modo y la necesidad de la siguiente revuelta: una negación radical, y posiblemente en muchos aspectos inicialmente “nihilista”, contra esta muerte en vida. El estilo de la siguiente revuelta será la movilización contra la muerte en vida.
El capitalismo ha entrado en una fase de reestructuración cuyo siguiente paso será una nueva definición del trabajo y del gobierno de la economía. Esta sociedad del trabajo ya no necesita de los trabajadores, porque la tecnología ha logrado el milagro soñado por los capitalistas (eficiencia y productividad garantizadas). Tampoco hay trabajo para todos, ni puede haberlo bajo este sistema. Vivimos entre una sobreproducción de mercancías, de estanterías abarrotadas de productos, de una inmensa oferta de objetos y gadgets, y de deseos que realizar. Las reglas han cambiado: del proclamado desarrollo económico que se anunciaba como progresivo hemos pasado a la gestión de la carestía. Mientras nos acercamos a los cinco millones de parados y el paro juvenil aumenta imparablemente, el capitalismo no detiene la producción, porque está basado en la ficción y el mito del pleno empleo, y en la movilización de sus ciudadanos para que cumplan su papel como consumidores.
Pero el combate que se libra está también en el plano de los sentimientos y las creencias. En estos tiempos, la propaganda está en la recuperación de la confianza, a modo de una Nueva Religión. Sus mitos han caído uno a uno, entre ellos la vieja cantinela del “pleno empleo”. Hace ya más de un año, cuando el fuego amenazaba con quemar los muebles, el gobernador del Banco de España declaró que el problema de la crisis financiera era un problema de “confianza”: de los bancos entre sí a la hora de hacer circular el dinero y de los ciudadanos con las instituciones. Ahora de lo que se trata es de forzar a la gente, a los trabajadores ya explotados y reventados, a la gente hastiada y helada de la cola del paro, a los estudiantes que están a punto de ser metidos en la trituradora del paro y de la emancipación familiar al cumplir los treinta, es decir, a los votantes, para que por medio de la propaganda se vuelva a creer en el sistema. No lo haremos.
Lo que ha pasado no es producto de un exceso, sino de un sistema que es en sí mismo excesivo, y que trata a sus ciudadanos-clientes como estúpidos. Así, pocos han comprendido de qué va esto de la macroeconomía, entregándose a la lectura ansiosa de todo tipo de encuestas y estudios que dicen vaticinar la luz al final del túnel. Esperan que la Nueva Religión (“los Mercados han dicho…”, como si los Mercados, y no los políticos y banqueros, pudieran opinar) anuncie por fin la fecha para la salida de la crisis. El miedo congela a todos mirando descender las cotizaciones. Los currantes ya no denuncian y miran por encima del hombro a quienes traen malas noticias.
El sistema se encuentra en bancarrota. El escenario de las próximas elecciones, tanto las municipales como las nacionales, a buen seguro será el de la abstención, la desmovilización y el hastío. Sin embargo, llamarán al estado de alarma, invocando viejas ideas. No les creas. Durante este año la estrategia del gobierno será el evitar que el conflicto salga de lo privado a lo público, que los dramas tomen la calle. Si esto sucede, el precio será la represión a toda costa, pero el conflicto es el inicio del camino. Estamos hartos. Lo que esconde todo el ejército de curas y gilipollas de la izquierda, con su cantinela de “más regulación”, es dar un poco de vida a un cuerpo moribundo, reclamando “más control” en estos tiempos salvajes, pero ¿Quién controla a los que controlan?
No podemos permitirles segundas partes, sino mandarlos al paro a perpetuidad. Ninguna vuelta a la “normalidad”. Queremos jugar.
Instituto del Tiempo, marzo 2011.
[Texto] Tiempos nuevos, tiempos salvajes. Una llamada a la movilización total Instituto del Tiempo
Nota: El siguiente texto fue repartido en las manifestaciones del 12 de marzo pasado que se sucedieron en España.