Tal y como lo relatan los medios de comunicación, “el ataque de los mercados”, recuerda al título de aquella legendaria película de ciencia ficción: “La invasión de los ladrones de cuerpos”.No es nueva la costumbre de humanizar conceptos de difícil concreción, por ejemplo se suele hablar de cómo “la comunidad internacional” “rechaza” a cierto régimen político. También es usual cosificar personas o grupos concretos transformándolos en algo parecido a fenómenos naturales catastróficos, por ejemplo cuando se habla del “azote del terrorismo”.
Un artículo de Juan Ibarrondo
En el caso del “ataque de los mercados” hay un poco de las dos. Se dice que nos ataca “algo” que llaman “los mercados”, sin decir qué es; y se utiliza el término dotándolo de características humanas. Es curioso también que se use el plural para definir un término que tradicionalmente se ha usado en singular: “el mercado” o “el sistema de mercado”, pluralizándolo de tal manera que parece que no es “el sistema de mercado” el que falla, sino que estamos ante el ataque de “ciertos personajes”, que no sabemos quiénes son, pero que nos atacan a la manera del terrorismo, los huracanes, o los terremotos… Ellos, “los mercados”, se convierten así en un sujeto, expresado en masculino tercera persona del plural; personalizado y cosificado a un tiempo.
En realidad, estas metáforas paradójicas que utilizan los medios, actúan como barreras lingüísticas para evitar hablar de las dificultades -cada vez más evidentes- del capitalismo a la hora de gestionar el sistema mundo globalizado.
El sistema de mercado, o el capitalismo, se nos presenta como el único sistema económico posible. Como una tendencia natural de los seres humanos, calificados -a la manera de Hobbes- como seres competitivos y egoístas por naturaleza. El mercado sería entonces el Leviatán que regiría indefectiblemente los destinos de la humanidad.
Sin embargo, si evaluamos el sistema de mercado en su trayectoria histórica, nos daremos cuenta de que no es sino el sistema económico propio de una época concreta. Bastante reciente si lo consideramos en parámetros seculares, pero a la vez demasiado viejo en su funcionalidad presente.
La primera bolsa de valores se estableció en Ámsterdam en el siglo XVII. A partir de ese momento el “mercado” se fue imponiendo como regla rectora de las políticas internas y las relaciones internacionales. Poco a poco, pasó también a regular las relaciones interpersonales en todos los ámbitos de la vida. Sin embargo (como explicaba Karl Polany en su ensayo “La gran transformación”) durante los siglos precedentes a ese alumbramiento mercantil, eran otros los parámetros que regían la economía y la vida humana.
A pesar de las fantasías neoliberales al respecto, nada hace pensar que el sistema de mercado sea el último capítulo de la historia; a no ser que ello se entienda como el fin de la humanidad en una hecatombe nuclear. De no ser así, más bien parece que a lo que estamos asistiendo es al fin del capitalismo -o del sistema de mercado- como paradigma económico hegemónico.
Las contradicciones de fondo que aquejan al capitalismo tardío no se producen entre “los mercados” y los Estados (o bien las uniones económicas entre Estados) pues es evidente que responden a los mismos intereses. Las grandes contradicciones se establecen en dos campos. Por una parte, entre el sistema capitalista y la propia sociedad: entendida como forma racional y placentera de relación entre las personas. Por otra, aunque no menos importante, entre la imprescindible conservación de la biosfera y un sistema económico que tiende a su destrucción acelerada.
Es decir, que la capacidad humana para la reproducción de la vida y la sociedad, se ve constreñida por un sistema económico inadecuado: el capitalismo, que necesita extraer cada vez más tiempo de nuestras vidas -y cada vez más recursos de una naturaleza que ahora sabemos finita- para su propia conservación.
Por eso, el debate de fondo que ahora se plantea en el viejo continente estriba en saber hasta qué punto los trabajadores europeos aceptarán condiciones laborales todavía más precarias. Si aceptaremos un sistema en el que la plusvalía es la esencia y la circulación financiera su delirio. Si consentiremos que hasta la propia tierra sea arrastrada en la carrera a ninguna parte en que nos vemos envueltos. Lo demás, son sólo cortinas de humo que no nos permiten ver el fondo de la cuestión.
Juan Ibarrondo.