La realidad de las cárceles españolas, contada por un médico en pruebas

Riesgo de morir colgado de una soga, riesgo de morir por sobredosis, riesgo de morir desangrado, riesgo de marcarte de por vida.
Tras los muros que encierran a la bestia: reflexiones sobre la prisión (22/8/2010).

No sé como empezar a escribir. Llevo un mes pasando consulta en prisión y saber que se acaba me hace sentir una mezcolanza de sentimientos extraña. Se me forma un nudo en la garganta mientras escribo. La pena que me presiona los ojos y se me anuda en la nuez se mezcla con la impotencia y la rabia. Antes podía imaginarlo: ahora lo he vivido, lo he visto por mi mismo. La miseria humana, hecha institución. Supongo que tiene que ver con que la experiencia ha apelado a lo más profundo de mi ser, a lo que me empeño en llamar “humanidad”, por profesar la fe de los que piensan que esto es un principio común a toda la raza humana. Aunque después de esto, quizás sea el peor momento para seguir creyéndolo. Humanidad que surge de contemplar el sufrimiento ajeno, humanidad que me atormenta al saber que poco puedo hacer para aliviarlo. Humanidad que se pregunta cuantos más tienen que ser enterrados en vida en estas tumbas de hormigón armado para que esta sociedad en descomposición comprenda que la barbarie no es cosa del pasado, sino que está muy presente, pagada por nuestros impuestos. Como dicen los Koma: “2 años, 4 meses y un día, justicia: castigo”. La venganza que antaño se cebaba en patíbulos a la vista del pueblo ahora se condensa entre cuatro paredes, materializada en la opacidad de la institución “democrática”. Pero no somos más “civilizados”, sigue siendo venganza, refinada, pero irracional, al fin y al cabo.

Profesionalmente la cárcel ha resultado ser un lugar interesante. Casi que no puedes aburrirte, casi que nunca se hace rutinario. Un individuo privado de libertad en un antro como es un centro penitenciario pierde mucho más que esta. Se considera, ya de por sí, dentro de “un grupo de riesgo” como dicen los epidemiólogos. Riesgo de padecer tuberculosis, VIH, hepatitis, micosis múltiples, problemas gastrointestinales variados, cánceres, toxicomanías, traumatismos, pérdida de dentadura, defectos sensoriales, envejecimiento prematuro.

Riesgo de morir colgado de una soga, riesgo de morir por sobredosis, riesgo de morir desangrado, riesgo de marcarte de por vida, riesgo de perder la cabeza. Riesgo de no volver a ver a los tuyos, riesgo de perder todo lo que eras. Riesgo de acostumbrarte a vivir sin vivir, y nunca más poder sentirte realmente vivo. No. No puedes aburrirte. Falta tiempo, falta tiempo para pensar en como hacer saltar por los aires esta mierda de lugar.

He visto un chico de 20 años a punto de un coma cetoacidósico pretendido, arrollado por quien sabe qué angustias personales. He visto gente drogada, colgada de benzodiacepinas, recetadas por los propios médicos, en un intento de “quitarse condena”, de “robarle algunos días al juez”. He visto personas enganchadas a la metadona, que nunca habían sido toxicómanas, solo porque el abogado de oficio les dijo que estar en el PMM (Programa de Mantenimiento de Metadona) reduciría la pena impuesta por el letrado. He visto multitud de roturas del 5º metacarpo, provocadas por un ataque de ira, un momento de lucidez inminente que te destroza por un segundo la cabeza, y te hace golpear la pared del chabolo, la puerta de tu celda. Aquí, los médicos lo llaman desfogar. A mí me parece que a través del dolor el preso se libera de la alienación que todo el mundo sufre en estos centros de exterminio, y toma posesión de lo único que el estado no les ha robado: su propio cuerpo. Ese que se cortan para hacer casi cualquier reivindicación, “chinándose” las venas, para que un médico llegue y cosa, y la herida cierre, pero quede la cicatriz. Brazos llenos de cortes. Llenos de feas cicatrices, que recuerdan. Recuerdan el trankimazín que no les dieron, el permiso que le denegaron, la conducción que no pidieron, la instancia que nunca llegó a su destino. Cicatrices que nunca curarán, por muy cerradas que estén. Cicatrices que confirman que ya no eres persona, sino preso.

Mierda. Se me derraman las lágrimas. Maldito mundo enfermo>> He visto una radiografía del tracto digestivo de Mohamed, en la que se mostraba una pila. Un intento desesperado de presionar al “señor director”, para que le pida el traslado a la cárcel de Ceuta, donde sus familiares pueden ir a verlo. He visto a un funcionario hacer esperar a una madre que viene de tener un vis a vis con su hijo tras una puerta, a cinco metros de la entrada de la prisión, simplemente por “darle una lección”. El funcionario alega socarrón que la mujer “llama mucho al timbre” (el que hay delante de las puertas, para avisar al funcionario de que alguien espera que las abra, una vez este se ha cercionado de que no es un intento de fuga) y que “se va a quedar ahí un rato para que aprenda”. Capullo.

Puertas que solo se abren si la anterior está cerrada. Puertas inquebrantables. De metal y cristal de seguridad, de seguridad, de seguridad, de seguridad. El carcelero se mete en la garita, fabricada con estos mismos materiales y con el color distintivo de las zonas de funcionariado: el amarillo. Para comunicarte con él, una de las zonas de cristal de unos 5×10 cm situada entre dos barrotes metálicos transversales está separada en dos ojales, uno de ellos corredizo. Para hablar, tienes que doblarte, pues la escotilla está a la altura de la cintura. Postrado, así tienes que hablar con el representante de la institución. Como la configuración de una ciudad, sus calles, parques, plazas reflejan el carácter y cultura de una población, la configuración carcelaria refleja el sometimiento del preso a la institución, y el desprecio que la sociedad le procura.

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