La ausencia de espacios de intercambio, así como de mecanismos de discusión entre los y las anarquistas de América latina, precisa que cualquier tópico a ventilar sea precedido de una aclaración del lugar desde donde se origina la reflexión. La falta de continuidad orgánica, o movimientista si se desea, nos obliga a un cíclico eterno retorno, en donde no caben los sobrentendidos si lo que se desea es un real diálogo y confrontación de argumentos.
Este artículo desea cuestionar el uso del vocablo “poder popular” (PP) entre algunos círculos libertarios, sin pretender agotar una discusión que aún, salvo algunos escritos dispersos aquí y allá, no se ha dado con la necesaria rigurosidad, que debido al corto espacio tampoco será realizada aquí. Nuestra invitación a la deliberación debe comenzar con algunas aclaraciones. Quienes han venido promoviendo, en algunos países con más visibilidad que en otros, la utilización del término para sintetizar una presunta propuesta anarquista adecuada a los nuevos tiempos, lo hacen para diferenciarse de otros y otras libertarios que combaten como antagónicos, curiosamente con mucho más énfasis que al resto de la izquierda autoritaria. Según, este anarquismo de PP enfrenta a otro anarquismo que califican, siguiendo a Murray Bookchin, como “de estilo de vida”, y que caricaturizan como “dogmático”, “elitesco”, “encerrado en el pasado” y nucleado, mayoritariamente, en el denominado “insurreccionalismo”. No pretendemos negar que algunas iniciativas en el continente puedan aglutinar algunas o todas las características anteriores. Sin embargo si rechazamos con vehemencia que toda la variedad de las expresiones del movimiento libertario, desde el Río Grande hasta la Patagonia, pueda simplificarse única y exclusivamente en este maniqueísmo: el “anarquismo organizado” –como se autocalifican los cultores del PP- versus el “insurreccionalismo”.
En cambio el anarquismo con el que nos identificamos es aquel que -reconociendo la importancia de la participación en grupos de afinidad específicamente libertarios-, entiende que los valores anarquistas sólo podrán desarrollarse en un espacio dinámico de movimientos sociales, horizontales y autónomos, en conflictos concretos y reales por mejorar aquí y ahora las condiciones de vida de los oprimidos y oprimidas de cualquier signo. Y la intervención ácrata, junto a personas de otro pensamiento, no difumina nuestra identidad como anarquistas, por el contrario la potencia. Porque los valores –y no las etiquetas- que ha defendido nuestro movimiento a lo largo de la historia aspiran a ser vividos por cualquier persona con aspiraciones de justicia social y libertad, y no sólo por un grupo reducido de anarquistas convencido/as.
El viejo fantasma de la dictadura del proletariado
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