Felipe González ha confirmado ser un político con pocos escrúpulos morales al afirmar que no sabe si hizo bien o mal. Hasta ahí lo obvio. Pero tras dos décadas de silencio, es la primera vez que admite una aproximación a la realidad de la guerra sucia, y eso merece un análisis más profundo, que lleva a dos posibles explicaciones.
Superada la sorpresa inicial, está claro que nada puede haber de casual en las afirmaciones de Felipe González. Un político de esa trayectoria, acostumbrado a callar como una tumba y a mentir como un bellaco siempre que haga falta, no patina. Menos aún cuando quien le entrevista es un medio amigo y cuando ni el tono general de la entrevista ni la pregunta concreta le ponían en aprietos. Sentada esta premisa, sólo González sabe por qué ha decidido hacer lo que todo el mundo entiende como una confesión -indirecta, parcial y retorcida, pero confesión al fin y al cabo- sobre el mecanismo de la guerra sucia contra ETA.
Puestos a intentar acercarse al motivo, conviene empezar por analizar el contenido exacto de sus declaraciones.
¿Es verdad el episodio que González cuenta?
No. O, mejor dicho, no en el momento en que lo sitúa («quizás en 1989 ó 1990»). Según su relato, «la posibilidad que teníamos de detener a la cúpula de ETA era cero, porque estaban fuera de nuestro territorio. Y la posibilidad de que la operación la hiciera Francia en aquel momento era muy escasa. Ahora habría sido más fácil». Pero esta tesis no se sostiene ya a finales de los años 80 y a principios de los 90. La Policía francesa no sólo estaba plenamente dispuesta a detener a altos responsables de ETA sin necesidad de «volarles», sino que ya lo había hecho. Por ejemplo, el 5 de noviembre de 1986 la Policía francesa, al mando de Jöel Catalá, había realizado la redada de Sokoa, calificada de punto y aparte contra ETA. Antes, en abril del mismo año, había detenido en Donibane-Lohitzune a Txomin Iturbe, considerado entonces el número uno de la organización. En enero de 1989 había hecho lo mismo con Josu Urrutikoetxea en Baiona, en vísperas de las conversaciones de Argel. Y como prueba definitiva de su colaboración total con Madrid a todos los niveles, en octubre de 1987 había detenido a unas 120 personas, en la mayor operación en Europa contra un colectivo de exiliados desde la Segunda Guerra Mundial.
Resulta inverosímil, por tanto, que París no diera otra opción que «volarles»… salvo que lo que González cuenta ocurriera efectivamente antes, por ejemplo a principios de los años 80. En la entrevista queda demasiado clara la intención del ex presidente de llevarse los hechos más atrás: «Antes de la caída de Bidart en 1992», «no sé cuánto tiempo antes», «quizás en 1990 ó 1989»…
Si le consultaron esa acción, ¿por qué otras similares no?
Casi todo el mundo ha reparado en esta contradicción. No tiene sentido decir que fue consultado sobre ese posible atentado «porque esa información tenía que llegar hasta mí, por las implicaciones que tenía», y sostener, al mismo tiempo, que nunca supo nada de los GAL.
Hay que recordar que los propios tribunales españoles condenaron a su ministro de Interior, José Barrionuevo, y al nú- mero 2 de éste, Rafael Vera, por una acción concreta: el secuestro de Segundo Marey. ¿No le llegó información en ese caso? Y también está la famosa nota de despacho del agente del Cesid Juan Alberto Perote, en la que alertaba del inicio inminente de acciones de guerra sucia en Ipar Euskal Herria y en la que el máximo responsable del espionaje, Alonso Manglano, escribió «Me lo quedo Pte. para el viernes». ¿Cómo seguir sosteniendo tras las declaraciones de González, como se hizo en los años 90, que «Pte.» quería decir «pendiente» y no «Presidente»?
¿Quiénes estaban en esas operaciones «no ordinarias»?
Evidentemente, Felipe González elude explicar quién le propuso «liquidar» a la cúpula de ETA, cuestión que seguiría teniendo implicaciones delictivas aunque sea harto improbable que algún juez se intererese por ello. Sin embargo, al tiempo que oculta los nombres merece la pena reparar en las expresiones utilizadas por el ex presidente español, que confirman que quiere incluirse a sí mismo en el equipo sin dejar género de dudas. Así, califica a quienes se lo plantearon como «nuestra gente», dice que a Segundo Marey le «detienen», y defiende todavía hoy, pese a la contundencia de las sentencias judiciales, que Galindo, Barrionuevo o Vera eran inocentes.
Todo ello lleva a una conclusión. Contando una «media verdad», en una auténtica pirueta verbal seguramente muy meditada y preparada con detalle, Felipe González parece querer presentarse implícitamente como la X mientras niega explícitamente que aquello existiera siquiera, salvo como idea que no se llevó a la práctica.
Y toda esta media confesión, ¿con qué objetivo?
Para analizar su media verdad hay que reparar en otro factor: el momento. ¿Por qué González, el de «ni hay pruebas ni las habrá», habla ahora, aunque sea entre líneas? Se pueden formular al menos dos hipótesis, una en negativo y otra en positivo.
La primera es que quiere lanzar un mensaje tranquilizador a «nuestra gente» ahora que José Amedo y “El Mundo” amenazan con nuevas revelaciones sobre los GAL y ahora que Alfredo Pérez Rubalcaba o Ramón Jáuregui están más expuestos que nunca por su peso en el Gobierno. Sería un paso al estilo Guadalajara, cuando fue hasta la puerta de la prisión para lanzar un simbólico «no os dejaré solos».
La segunda, la optimista, es que Felipe González haya querido empezar a quitarse una losa de encima. Y a quitársela a las opciones de resolución del conflicto, que pasarán también por que el Estado -y no sólo ETA- reconozcan sus hechos, los «ordinarios» y los «no ordinarios».