La bancarrota del Estado griego, en tanto que acelerador de la crisis financiera mundial, ha de despertar todas las simpatías de quienes deseen el fin del capitalismo. La importancia del hecho resulta patente al apuntar otras posibles quiebras estatales de mayor repercusión, concretamente en Portugal, Irlanda y España, pero sobre todo, al transcurrir inmerso en una crisis social que no ha cesado de profundizarse. La revuelta griega que arrancó en diciembre de 2008 con tan buenos augurios, camina a buen paso sin que los intentos de pacificación o reconducción hayan podido detenerla, y eso que su fin es la condición sine qua non de la recomposición del Estado y de la salud de los mercados financieros mundiales (y si nos apuran, del funcionamiento correcto de los ordenadores que los dirigen). La aplicación de un severo plan de austeridad diseñado por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, dos de las más altas instancias del capitalismo, depende de la pacificación de la sociedad griega, a fin de que las deudas del Estado, en poder de los grandes bancos europeos, puedan ser traspasadas a los trabajadores, los funcionarios y los pensionistas griegos. Pero, además, el mayor peligro de la revuelta no reposa en sí misma, en las dificultades que ofrezca al restablecimiento del orden económico en un lugar concreto de la geografía capitalista, aunque sean considerables, sino en el mal ejemplo que ofrece a las poblaciones amenazadas por medidas similares, en su capacidad de contagio, en su efecto dominó. Máxime cuando la siguiente ficha que amenaza en caer es el Estado español. Y es que el triunfo de la revuelta griega se halla suspendido a su expansión, depende de su internacionalización. Los males griegos encontrarán solución cuando dejen de ser precisamente eso, griegos.
Para evitar mimetismos incongruentes, hemos de acercarnos a la realidad griega actual y hacernos una idea del país. Lo primero que llama la atención es que de los 11’2 millones de habitantes, cinco pertenecen a la conurbación de Atenas y algo más de uno a la de Salónica. Patras, la tercera conurbación griega, apenas tiene 250.000 habitantes, con lo cual la situación queda bastante simplificada por el enorme desequilibrio territorial: lo que sucede en Grecia, sucede ante todo en Atenas y Salónica. El resto es campo y turismo. En efecto, las dos metrópolis concentran toda la industria y la mayoría de los negocios, así como la mayor parte de la administración y el empleo. También en ellas discurren las maniobras políticas y se dirimen las luchas sociales. Sorprenderá menos pues, la pasividad del gobierno ante los incendios del verano de 2007 que devastaron la tercera parte del territorio, y su atolondramiento cuando el humo llegó a la capital. Pero eso no fue siempre así, y hasta 1970 la producción agraria superó a la industrial. El territorio griego no se hallaba tan descompensado, pero en los 25 años siguientes la población campesina emigró a las ciudades, no a cualquiera de ellas, sino a las dos mencionadas, verdaderos sumideros de mano de obra descalificada. Con todo la población campesina residual es proporcionalmente el triple de la de cualquier otro país europeo. Ese proceso particular de concentración poblacional fue dirigido desde el Estado, y esa es la segunda característica especial de Grecia, el enorme peso del sector público. La tercera parte de la masa asalariada son funcionarios y el Estado controla buena parte de la industria y las finanzas. De ahí que los partidos que se alternan en el gobierno, la socialdemocracia y los conservadores, el PASOK y la ND, no sean simples partidos, sino verdaderas maquinarias de gestión, extremadamente jerarquizadas, con un concepto patrimonial de la política y de la propiedad pública propio de otros continentes. Las mismas jefaturas partidistas han pasado de padres a hijos. Las exigencias de la Comunidad Económica Europea, a la que Grecia pertenecía desde 1981, obligaron a desmontar una parte del aparato, por lo que a partir de 1990 se realizaron privatizaciones y en 1998 se liberalizó la Banca. Precisamente los primeros conflictos de envergadura sucedieron en torno a la privatización de la enseñanza. Las fondos europeos de ayuda no bastaron para modernizar el país, ni mucho menos para disminuir la plutocracia, lo que se tradujo en una descapitalización de los servicios públicos y unos menguados salarios. Un sentimiento de frustración se apoderó de la población trabajadora.
A partir de 1996 debutó la época de las vacas gordas y la clase dirigente griega pudo beneficiarse de la bonanza económica de la globalización. Se produjo un boom turístico y financiero, florecieron los negocios inmobiliarios y la marina mercante, cayó la natalidad en picado, se multiplicaron las hipotecas y la oferta de trabajo atrajo a miles de inmigrantes. Grecia entraba en la modernidad, acentuando las divisiones sociales. La clase dirigente usaba al Estado para reforzarse y enriquecerse, mientras que los pactos con los potentes sindicatos GSEE y ADEDY, la Confederación General de Trabajadores y la Unión de Empleados Civiles, lograban la paz social a costa de un proletariado no sindicado, precario y marginado, en buena parte inmigrante, que sobrevivía en el comercio, la construcción y el turismo. La sanidad, la enseñanza, la asistencia social y la justicia, seguían deteriorándose inexorablemente, en un intento estatal por forzar su privatización, mientras el contrapunto de todo ello, la seguridad, experimentaba un auge importante. De siempre es sabido que las desigualdades inaceptables se sostienen mediante la fuerza y las prisiones. En Grecia hay en la actualidad 13.000 presos; es la tasa de encierro más alta de Europa. También tiene Grecia el privilegio ciudadano de disfrutar de una brutalidad policial sin parangón europeo y de contemplar un apreciable número de crímenes de Estado. En ningún otro país pues, la lucha contra el capitalismo, contra la clase dirigente, es de forma tan evidente una lucha contra la policía, tanto la oficial como la paramilitar. Porque en ningún otro país, cualquier conflicto, por nimio que sea, es tan fundamentalmente, una cuestión de orden, y, por lo tanto, un conflicto contra el Estado. Estas condiciones tan especiales hacen de Grecia un hervidero de anarquistas.
En Grecia hay anarquistas de todos los colores –reformistas, reaccionarios y revolucionarios– como en todas partes, con la salvedad de que allí no forman un gueto autocomplaciente y acomodado, sino que gozan de una cierta influencia, bien que minoritaria, y de un cierto prestigio social, que han sabido ganarse a pulso en los últimos años. No nos detendremos en el movimiento anarquista, pues lo que interesa no son sus distintas formaciones o sus alambicadas diferencias, sino el peso creciente de las ideas libertarias en las luchas contra el capital internacional y el Estado griego. La agitación anarquista ha sido el detonante de la crisis social presente. De algún modo, en el marco de un consumismo fallido, las denuncias de injusticia y desigualdad social, el odio a la policía y a las vedettes de los medios de comunicación, la burla del lujo y de la autoridad, el rechazo de la corrupción, calaron en la juventud rebelde y abrieron una brecha en el conformismo de la población, justo cuando se avecinaba la época de las vacas flacas. La revuelta de diciembre hizo visible lo ya era evidente, y todas las mentiras de la prensa y la televisión no fueron capaces de ocultar el inicio de una crisis social que desbordaba todas las barreras habituales: sindicatos, partidos, militantes… 2009 fue el año de los debates ideológicos y de las tentativas por conectar con los trabajadores. Como de costumbre, la realidad adelantaba a la reflexión y la novedad era explicada las más de las veces con fórmulas pretéritas, obrerismo ramplón y consignas abstractas vanguardistas. La revuelta tenía que crear su propio lenguaje con el que ilustrar políticamente sus propias acciones y los libertarios eran los únicos que podrían hacerlo.
En toda crisis social se desencadena un proceso contrarrevolucionario, acto reflejo con el que la dominación intenta defender sus posiciones. Sus primeras manifestaciones son el endurecimiento represivo y el progreso de la extrema derecha, pero hay que mirar también al otro lado, el de los últimos cartuchos, para el caso, el Partido Comunista Griego, KKE, y la coalición SYRIZA. Ambos representan la alternativa ultraestatalista, el capitalismo burocrático de Estado, bien en la clásica versión totalitaria estalinista, bien en la moderna versión keynesiana ciudadanista. La existencia del KKE es un arcaísmo típicamente griego, pues el partido ha sobrevivido al derrumbe de la Unión Soviética y conservado un mínimo ascendiente entre los asalariados a través de su sindicato PAME, el Frente Militante de Todos los Trabajadores. La política del KKE ha sido errática, pues igual ha apoyado a la derecha contra sus rivales del PASOK, que ha tanteado a los izquierdistas de Synaspismos. En política exterior, ha terminado por alinearse con la Rusia de Putin frente al “imperialismo europeo”. Pero en lo que nunca ha variado es en presentarse como un partido del orden. Como tal, se ha unido, cuando no encabezado, al coro de voces que tachaban a los rebeldes de delincuentes, criminales y fascistas. La existencia de SYRIZA obedece precisamente a la de la antigualla inmovilista y autoritaria del KKE; es el equivalente a lo que en otros estados es Izquierda Unida, el PCF, Bloco Portugués, Die Linke o Rifundazione Comunista, a saber, el post estalinismo ciudadanista. Aunque los fines que persigue, un Estado que gestione la crisis fuera de la Unión Europea, son los mismos que los del KKE, sus tácticas difieren, en cuanto que SYRIZA se inclina a infiltrar y recuperar el movimiento de protesta, y el KKE prefiere fabricar otro paralelo, totalmente controlado y blindado.
A menudo se acusa a la plutocracia griega de haber arruinado el país, despilfarrado el erario público y favorecido la especulación. Por la mala imagen de la corrupción, los dirigentes aparecen como malos administradores, cuando la verdad es muy otra: hicieron bien sus deberes, puesto que no eran otros que los de financiar el despilfarro con una burbuja especulativa. Toda la economía mundial funciona así, a base de gastar sin mesura y especular con el crédito, a la baja o a la alta (en este caso, con la deuda del Estado). De no ser por ello, el Estado hubiera caído en barrena mucho antes. El problema vino de la crisis americana del verano de 2007, cuando las hipotecas basura se vinieron abajo, desencadenando la serie de acontecimientos que bloqueó la financiación y pinchó las burbujas. El riesgo asociado a la deuda estatal griega aumentó exponencialmente y las reformas administrativas no llegaron a buen puerto, resintiéndose los servicios públicos y las infraestructuras; la economía entraba en recesión y los salarios disminuían; ante ese panorama el gobierno conservador se quitó de en medio y pasó el testigo a los socialdemócratas. El PASOK ganó las elecciones anticipadas de octubre de 2009 (con un tercio de abstenciones) porque era el único partido con posibilidades de trasladar la deuda fiscal del Estado a la población, salvando así a los bancos europeos que guardaban sus títulos. Ni se molestó en investigar fortunas sospechosas o en encarcelar a unos cuantos políticos y empresarios corruptos del partido ND, puesto que eso nunca fue su objetivo. La decepción de quienes depositaron sus esperanzas en un cambio político fue monumental; además, todos los proyectos estatales fueron abandonados por falta de dinero, mientras el paro y la morosidad crecían más aprisa de lo esperado, con lo que hasta los mismos sindicatos comprometidos en el “cambio de rumbo”, la CSEE y la ADEDY, tuvieron que marcar distancias con la política del gobierno. Desde enero del año en curso hasta mayo, se fueron sucediendo huelgas, cuatro de ellas generales, y celebrando asambleas y manifestaciones, con el común denominador del rechazo de todos los partidos y de la política en bloque. La agitación descansaba sobre todo en los funcionarios y empleados públicos, menos expuestos a los despidos. Ha sido el momento de la gran maniobra del KKE, presentándose como el “partido de la clase obrera”, mostrándose adalid del antieuropeismo, y haciéndose eco del antiparlamentarismo generalizado, sin que por otra parte le tiemble la voz al denunciar como violentos y provocadores a los verdaderos antiparlamentarios.
En Grecia emergen enfrentados dos conceptos diferentes de proletariado, el viejo y el nuevo. Los estalinistas y los izquierdistas, cuando hablan de clase obrera, se refieren a la masa asalariada encuadrada en sindicatos, políticamente manipulable por partidos o vanguardias, a los que debe votar en tanto que “ciudadanía”. Pero ocurre que la contradicción fundamental del capitalismo no reside en la oposición capital-trabajo, sino en el sometimiento de cualquier actividad a la lógica capitalista, con lo que la lucha por el salario o el empleo es un conflicto menor que no cuestiona al sistema. Eso significa que no se puede constituir una clase ligada por el exclusivo hecho del trabajo. La verdadera lucha consiste en la liberación de la vida cotidiana colonizada por la mercancía, así pues, en el rechazo del trabajo asalariado y del consumo. Trabajador, en el sentido actual, es aquél rehén del capitalismo en todos los aspectos de su vida, no simplemente aquél que cobra un salario. Solamente a partir de una voluntad de descolonización de la vida cotidiana puede formarse una comunidad de lucha auténtica. La cuestión es importante puesto que el concepto reduccionista de proletariado nos devuelve a la perspectiva obrerista de los aspirantes a líderes e impone una estrategia capituladora. En las formas de lucha obrerista prevalecen las reivindicaciones laborales y la indiferencia política; el centro del conflicto permanece en el lugar de trabajo y la organización resultante es sindical o parasindical. En las formas de lucha revolucionaria dominan las reivindicaciones sociales y la negación decidida de la política; el centro del conflicto es territorial y la organización consecuente son asambleas de barrio y comités de base. Propias del sindicalismo son las huelgas seguidas de negociación; típicas del radicalismo son las ocupaciones innegociables. En las primeras fases del combate social ambas luchas se confunden, puesto que en principio no se contradicen, ya que la principal tarea consiste en la demolición del edificio social clasista. Pero en la medida en que el combate progresa surgen dos posiciones: la que regresa al lugar de trabajo y la que permanece en la calle; la que se conforma con gestionar su miseria y la que pretende sabotear sus mecanismos; la que pretende revalorizar la mercancía-trabajo y la que quiere derrocar el régimen mercantil. Entonces se echa en falta o se agradece la presencia de un proyecto revolucionario coherente.
Cuando hablamos de clase obrera y de capitalismo griego, no aludimos a abstracciones irreales, a referentes de la imaginación, sino de formaciones sociales concretas, contemporáneas. Los proletarios griegos conforman una variopinta masa de empleados, funcionarios, pensionistas, precarios, parados, trabajadores de servicios y obreros de la industria, con intereses sectoriales específicos que habrán de superarse para que el capitalismo se desplome. Solamente entonces, cuando coloquen un pie fuera del capitalismo, cuando sus intereses como colonizados prevalezcan sobre sus intereses como asalariados, formarán una clase, un sujeto histórico. En caso contrario, la ruina del capitalismo llevaría a su recomposición sobre bases diferentes, es decir, se irá de un tipo de capitalismo a otro. El capitalismo griego es un fenómeno casi enteramente subsidiario del Estado. Por consiguiente, la condición previa de cualquier proceso liberalizador en Grecia sería su desmoronamiento, cosa que sucedería si quedara cortado de los flujos económicos mundiales, debido a su propia incapacidad o por la resistencia de la población a someterse. Entonces entraría en juego la segunda opción del orden, a saber, la dictadura, militar o de partido, de derechas o de izquierdas, moderada o terrorista. Todo depende de las fuerzas en presencia y de sus movimientos estratégicos o tácticos. La represión es pues el común denominador de todo el periodo de descomposición capitalista, al que los revolucionarios habrán de hacer frente con las armas de que dispongan. Si triunfan, se dará la ocasión histórica para desarrollar su proyecto. Al cesar el dominio del capital, el proletariado tendrá que abolirse en tanto que polo de una relación acabada. En el caso griego, con tantos funcionarios de por medio, no faltarán quienes propongan la autogestión del aparato estatal en lugar de su desmantelamiento. No obstante, la autogestión de la producción y de los servicios orientada a la satisfacción de necesidades básicas podrá ser una medida de transición, puesto que la dispersión de las conurbaciones y la repoblación racional del territorio griego no será algo que ocurrirá de la noche a la mañana. Eso sí, las formas igualitarias de convivencia social, cada vez más descentralizadas y horizontales, habrán de impedir la reaparición de mecanismos de poder separado, desde donde el orden abolido pueda volver a recomponerse.
La mejor forma de ayudar a la revuelta griega en la península ibérica sería imitar su ejemplo, pero aquí el desclasamiento es tan grande que el endeudamiento general, la debilidad financiera del Estado y los cuatro millones y medio de parados no son suficientes para impulsar una crisis social. La solidaridad con Grecia, en consecuencia, no ha podido ser más que simbólica y no ha salido de los guetos, padeciendo todas las incongruencias de aquellos. Ya hemos visto las diferencias que existen entre ambos países, lo que determinará procesos sin duda bien diferentes. La verdad es que la clase dirigente española ya sabe que los tiempos por venir serán convulsos y se prepara. Olvida la “economía sostenible” y recluta efectivos para el mantenimiento del orden. Ha de escoger entre el sacrificio de las masas o la quiebra, y sabemos que no escogerá la quiebra. Un arsenal represivo imponente está ya a disposición de los gobiernos para cuando fallen las maniobras políticas, sindicales y ciudadanas, pero nadie se da por enterado. La inconsciencia de la población que va a sufrir las medidas de rescate económico del Estado al tiempo que sigue pagando su hipoteca, es signo preocupante de los malos tiempos que se avecinan. La conciencia de lo que es y de lo que debe ser, de lo que se está haciendo y de lo que hay que hacer, es por lo tanto el problema y el objetivo. Pues las masas han de dejar de dormir y empezar a soñar.
Miguel Amorós
9 de mayo de 2010