El siguiente artículo acerca de la implicación papal en la cobertura de los múltiples casos de abuso sexual a menores cometidos por miembros de la Iglesia católica ha aparecido en la revista estadounidense Newsweek del 23 de abril. Nos ha sorprendido encontrar en una publicación conservadora como ésta un texto tan contundente y claro.
Es evidente que desde GLAD no podemos compartir la apreciación del sistema de justicia penal al que tan enfáticamente recurre el autor y, precisamente por eso, porque creemos que es un tinglado que sólo responde a los intereses de los poderosos, nos damos cuenta de la ingenuidad de pedir que el Papa aparezca ante un tribunal. Pero también es cierto que desde el punto de vista de la lógica del estado, tal y como señala el autor del artículo, se está permitiendo a una poderosa institución resolver asuntos penales a su manera y a su aire, lo que no deja de demostrar nuestra apreciación anterior.
Lo cierto es que el artículo nos parece relevante en un momento en que la Iglesia del estado español está llevando a cabo su peculiar cruzada contra los derechos de las mujeres, de los homosexuales de ambos sexos, etc. A la luz de todas estas revelaciones su entusiasta defensa de la familia cobra una nueva y siniestra luz. Cualquier padre o madre, de esos que van con su numerosa prole a las manifestaciones de la conferencia episcopal, se lo debería pensar mucho antes de enviar a sus vástagos al campamento de verano de la parroquia, si es que de verdad le importa su familia, en vez de andar metido en ver cómo son las de los demás.
Como ha dicho por ahí algún obispo, no todos los pederastas son curas. Ciertamente, pero ni se conoce ningún otro caso de pedófilo que se dedique a decirle a los demás como vivir su sexualidad, ni han gozado de la protección y el encubrimiento de una poderosa organización con millones de fieles.
Les das leña, y se queman en su propia hoguera.
GLAD – Grupo Libertario Acción Directa
inglés”>Hay que juzgar al Papa
Christopher Hitchens (Artículo aparecido en Newsweek)
Traducción Gladys P.
Hay quien piensa que no se puede estar hablando en serio cuando se propone detener o citar a declarar al Papa en relación con el escándalo del abuso sexual a menores. Pero si fuera así, sólo quedaría una alternativa, que es declarar al Papa por encima y más allá de todas las leyes nacionales e internacionales, y proclamarlo inmune en lo que respecta a su responsabilidad personal e institucional por encubrir a criminales. Eso sí que sería una farsa.
Lo cierto es que es bastante fácil dar argumentos en contra de excluir de la esfera de acción de la justicia al dirigente de la jerarquía católica, porque lo único que se requiere es la capacidad de darse cuenta de que el emperador está desnudo y preguntarse “¿por qué?”. Si se le quitan mentalmente sus ropajes papales y se le imagina en un traje con corbata, Joseph Ratziniger no es más que un burócrata de Bavaria que no ha conseguido cumplir la única misión que se la había encomendado, la de controlar el daño que el escándalo ha hecho a su organización.
Esta propuesta no empezó siendo gran cosa. En 2002 participé en un programa llamado Hardball con Chris Matthews, en el que se discutía lo que el fiscal general del estado de Masschusetts, Thomas Reilly, había definido como un encubrimiento masivo por parte de la Iglesia de crímenes sexuales contra la infancia, cometidos por más de un millar de sacerdotes. Pregunté por qué el hombre que era responsable en primera instancia, el Cardenal Bernard Law, no había sido interrogado por la fuerzas del orden público y por qué se permitía que la Iglesia fuera juez y parte en un caso que la atañía directamente y podía, a todos los efectos, organizar tribunales al margen del estado en los que criminales malvados y descarados acababan por ser ”perdonados”. El caso es que la pregunta debió surtir algún efecto y quedarse grabada en la mente del Cardenal Law, porque en diciembre de ese mismo año abandonó Boston, apenas unas horas antes de que oficiales del estado llegasen a entregarle una citación para declarar frente a un jurado.
¿Y a dónde se fue? A Roma, ciudad en la que posteriormente participó en la elección de Benedicto XVI como Papa, y en la que en la actualidad preside la hermosa iglesia de Santa María la Mayor, así como numerosos subcomités del Vaticano.
Desde mi punto de vista, el escándalo papal pasó la raya de lo aceptable desde el momento en que el Vaticano se convirtió en el escondite oficial de un hombre que es poco más que un fugitivo de la justicia. Al albergar a un criminal tan destacado en su seno el Vaticano facilitaba la metástasis del mal en su interior, hasta que llegó a su propia cabeza. Resulta obvio que el cardenal Law no hubiera podido escapar ni recibir asilo sin la aprobación del entonces pontífice, Juan Pablo II, y de su más cercano consejero en el asunto de controlar el escándalo de las violaciones de niños, el que aún era cardenal, Joseph Ratzinger.
Las sucesivas revelaciones han hecho palidecer incluso a los más fanáticos defensores del Papa, por su gravedad y la velocidad a la que se han sucedido. No solo existe un carta de Ratzinger, cuando aún era cardenal, enviada a todos los obispos católicos, en la que les indica enfáticamente que todos los casos de violación o abusos de menores deben ser notificados exclusivamente a su oficina. Eso sería ya bastante malo de por sí, ya que cualquier persona que sepa de un crimen tiene la obligación legal de informar a la policía, pero es que además desde Munich a Madison, Wisconsin, pasando por Oakland, empiezan a llegar informes acerca de la protección que se ha dado, y de la indulgencia con que han sido tratados, los pederastas, bajo la atenta mirada del Papa actual, bien durante su período como obispo, o como la figura principal, oficialmente encargada por el Vaticano, de silenciar la crisis. Sus defensores han hecho lo mejor que han podido, pero el Santo Padre parece haber sido consistentemente negligente o indulgente con los criminales, mientras que ha reservado toda su severidad para aquellos que los denunciaban.
Conforme esto se iba haciendo horrorosamente obvio, llamé por teléfono a un importante abogado de derechos humanos en Londres, Geoffrey Robertson, y le pregunté si la ley era incapaz de intervenir en el asunto. En absoluto, me respondió con calma. Si su Santidad intenta salir del territorio de la ciudad del Vaticano, y de hecho tiene la intención de viajar al Reino Unido el próximo otoño, no tienen más motivos para sentirse seguro que los que tuvo en su día el flamante general Pinochet, quién se había asegurado la aprobación en Chile de una ley que le garantizaba la inmunidad, pero que de igual manera recibió la visita de los bobbies británicos. Conforme escribo estas líneas, se están redactando apelaciones y se prepara la correspondiente estrategia a este respecto, por ambas partes, ya que en Vaticano se huele el peligro de una actuación legal en este sentido. En Kentucky se ha presentado un caso en el juzgado en el que se solicita la declaración del mismísimo Papa. En el Reino Unido se ha propuesto que cualquiera de los muy numerosos casos particulares podrían, de manera individual, citar al Papa en cuanto se asome por allí. También se están evaluando dos posibles vías penales internacionales, una frente a la Corte Europea de Derechos Humanos, y la otra frente a la Corte Criminal Internacional. Esta última, que este mismo año acaba de declarar nula la inmunidad del truculento presidente de Sudán y presentar la correspondiente acusación, tiene competencias en casos de crímenes contra la humanidad, una definición legal en la que se incluye cualquier sistema continuado de violación o explotación sexual de menores y así ha sido reconocida por todos los gobiernos. En Kentucky los abogados del Papa ya han anunciado que van a recurrir cualquier iniciativa de este tipo invocando la inmunidad diplomática, ya que su santidad también es, supuestamente, el presidente de un estado. Me pregunto si los católicos sinceros realmente desean refugiarse en esta fórmula legal. Ciudad del Vaticano, una minusculez política con una extensión de menos de medio kilómetro cuadrado, en el centro de Roma, fue creada por Benito Mussolini en 1929, como parte del romance entre el papado y el fascismo. Es el último vestigio de la arquitectura política de los países del Eje, pero su discutible condición de estado se ha usado ya para dar refugio a hombres como el cardenal Law.
En este caso la Iglesia se encuentra entre dos fuegos. Por un lado pide a gritos que se revise su condición de estado, que es el momento en que la apelación frente a la Corte Europea de Derechos Humanos sería aplicable, a la vez que llama la atención sobre los desagradables orígenes de ese estado. Hasta el momento la Santa Sede ha jugado a dos bandas. Por ejemplo, no figura en el Informe anual sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado norteamericano precisamente porque no se le reconoce como un estado, y de hecho mantiene sólo un estatus de observador en la ONU. Por lo tanto, si ahora quiere reclamar su condición de estado de pleno derecho, debe asumir que también va a recibir la atención del Departamento de Estado por sus políticas laicas y también la del Departamento de Justicia, por lo que a eso respecta. Lo que lleva a preguntarse por qué el gobierno de los Estados Unidos no ha solicitado la extradición del cardenal Law, y por qué, en un asunto de tanta importancia, son los propios individuos particulares los que están llevando la iniciativa del caso.
Es muy difícil no llegar a la conclusión de que el Papa no abre una investigación seria, ni solicita la dimisión de los responsables de este sistema continuado de abuso de menores y su encubrimiento, porque hacerlo sería dar la oportunidad para su propia acusación, aunque sea de manera implícita. Pero mientras esto no ocurre, ¿debemos permanecer como observadores pasivos mientras nos preguntamos por qué la Iglesia no hace nada para limpiar su propia suciedad? Pongamos un ejemplo. En 2001 el cardenal Castrillón de Colombia escribió desde el Vaticano, para felicitar a un obispo francés que estuvo a punto de ir a la cárcel para encubrir a un sacerdote especialmente aficionado a la violación infantil. Castrillón fue invitado esta misma semana (3 de Mayo) a oficiar una lujosa misa en latín en Washington, aunque la invitación fue retirada tras la furiosa polémica que suscitó, pero nadie se preguntó si se le podía arrestar debido a su participación decisiva en la política oficial del Vaticano que ha puesto a miles de niños en los Estados Unidos a disposición de violadores y sádicos.
Tan sólo a partir de este pasado mes de marzo accedió la Iglesia, reluctante y tímidamente, a entregar a los violadores de niños a las autoridades civiles. ¡Pues muchas gracias! Esto no es más que la clara admisión de que su propia práctica hasta la fecha constituía una evidente ilegalidad, y de la peor especie. Los eufemismos acerca del pecado y el arrepentimiento son inútiles. Se trata de un crimen, y un crimen organizado, por cierto, y por lo tanto debería haber un castigo. ¿O sería mejor recurrir a la sombra protectora de Mussolini para esconder al vicario de Cristo? El antiguo símbolo romano del pescado está podrido, y la podredumbre empieza por la cabeza.