Entrevista a Joëlle Aubron, miembro de Action Directe, durante su estancia en prisión en el año 2002, dos años antes de que fuese liberada, y cuatro, desde su fallecimiento en marzo de 2006.
¿Cómo estaba organizada Action Directe? ¿Era solo una sección la que se dedicaba a la lucha armada o era Action Directe simple y llanamente organización armada?
Action Directe no tenia secciones legales y armadas, como tampoco estaba representada por un partido político. La unidad política y militar era un presupuesto indispensable para la acción guerrillera. No es fácil explicar todo lo que conduce a esta imbricación.
No comenzamos desde un punto A con el objetivo de alcanzar un punto B. Existieron muchos factores que nos llevaron a asumir la estrategia de la lucha armada, para aplicarla en las metrópolis imperialistas, pero estos no se desarrollaron de forma lineal. La práctica de la guerrilla en este continente no posee ningún método. No disponíamos de un manual que nos indicase como proceder.
Heredamos el pasado e inventamos el presente en una mezcla explosiva de continuidades y rupturas. Lo más simple sería dar un ejemplo sobre una noción sencilla: la autonomía del proletariado.
La cuestión de la autonomía del proletariado, en tanto que clase para sí y también como movimiento portador de la abolición de todas las clases, está en el corazón de la historia comunista. Y dentro de este movimiento para abolir el orden existente, y por lo tanto las clases, incluyo a aquellos anarquistas que también reivindican su emancipación. Desde la Comuna de Paris hasta las luchas actuales, la forma y la apariencia de la autonomía de clase está en la raíz de las discusiones entre comunistas y anarquistas.
Sin embargo, estoy segura de que no han sido muchos los que han comprendido la actualidad renovada de los años 60 tras la lectura estudiosa de cualquier fascículo. Tanto este enfoque como la conciencia histórica estaban disponibles de forma «natural» en la atmósfera de aquella época. Nuestro presente estaba cargado de historia. Dentro del Estado Francés, de los maoístas a LIP pasando por las luchas de los trabajadores inmigrantes, esta autonomía no estaba circunscrita al movimiento autónomo de finales de los años 70. A finales de los años 60, la idea del Partido Comunista como vanguardia, tal y como se entendía desde 1917, fue, de una vez por todas, puesta en cuestión. Pero no se trataba de una liquidación y una conversión teórica a las tesis anarquistas. Fue por encima de todo un proceso, de prácticas, confrontaciones, experiencias, devenires.
Era resultado de lo que les había sucedido a los Partidos Comunistas salidos de la Tercera Internacional; su incapacidad de enfrentarse con muchos de los aspectos de la lucha de clases, desarrollados desde 1945, en particular los procesos de liberación nacional [1]. Pero también se trataba de la reconversión de una parte de la ex «Nueva Izquierda». Después de haberse distanciado de los viejos Partidos Comunistas, los partidos de extrema izquierda jugaron a ser Iznogud queriendo reemplazar al Califa. A finales de los años 70, en Europa, pudimos constatar el ridículo de su enésima conquista ideológica de las masas, la progresión cuantitativa en sus circos electorales y la sumisión de las luchas a los canales institucionales. Y nuestra constatación se alimentó aún más al unírsele otras evidencias.
Una de ellas fue la función del control social institucional. Esto no era ninguna novedad, realmente no existía ninguna diferencia con la concepción insurreccional que criticaba la idea de que habría una lenta maduración de las fuerzas dentro de los debates ideológicos y del trabajo sindical. Durante los años 30, Gramsci había señalado la necesidad de una nueva estrategia para superar las instituciones contra-revolucionarias preventivas que la burguesía estaba desarrollando para mantener su monopolio del poder.
Pero esta necesidad era algo a lo que también se podía acceder a través de «la atmósfera de la época». La subversión atravesaba todos los espacios, transformándolos en momentos de práctica crítica y resoluciones radicalmente alternativas al orden existente. La práctica militante cotidiana consistía en ocupaciones, manifestaciones violentas, movilizaciones militantes clásicas pero también atentados y expropiaciones. Esto formó un todo político donde la política revolucionaria avanzó sobre dos pilares: el movimiento y la guerrilla. La constatación de la necesidad de una profunda renovación de las vanguardias para que la abolición de todas las relaciones que degradan, someten, subyugan y destruyen a los hombres y las mujeres se materializase en la práctica.
Constataciones y hechos que crearon las dinámicas que abrieron todo un abanico de posibilidades. La fuerza real solamente se encuentra en la unidad de los camaradas en las fábricas, en los barrios, en los institutos, en las oficinas, una unidad sin siglas ni carnets, que rechace todas las divisiones que amenacen la verdadera unidad de clase; es decir, la estrategia revolucionaria. De esta unidad nace la izquierda proletaria, y únicamente la izquierda proletaria puede construir, a través de la lucha, la organización revolucionaria (Sinistra Proletaria, 1970). Las palabras y las expresiones se referían a situaciones concretas, les rendían cuentas a la realidad. Nuestra inspiración provenía de los clásicos, Marx, Engels, Lenin…pero también de Mao, Guevara o Frantz Fanon. La teoría marxista y los nuevos avances teóricos resultantes de las luchas de liberación nacional se entrelazaban, se fusionaban y se confrontaban. Aprendimos de los Situacionistas en la inmediatez pre-sesentayochista y nos servimos de Althusser para consolidar nuestros análisis. No se trataba de un simple entretenimiento intelectual. Influidos por las ideas de un panfleto, por los argumentos defendidos con furia en una asamblea general,… encarnábamos nuestras referencias en la práctica.
Fue este alegre «desorden», a pesar de las frecuentes y profundas divergencias entre una y otra organización de guerrilla, el que hizo posible la lucha armada en este continente. Una estrategia de unidad proletaria que implicaba una ruptura con el control social institucional.
La conciencia de estos controles estaba prácticamente en la raíz de esta opción. Y fue con Althusser como desenmarañamos la forma en que estas estructuras estaban relacionadas entre sí: la base económica, las relaciones humanas y sociales que producen; el Estado y los cuerpos sociales y de clase que crean «autónomamente»; las instituciones políticas y sociales y las consecuencias e impactos que tienen en nuestras vidas, en nuestra representación y en nuestros imaginarios.
Pero la situación específica de finales de los años 60 mostró cruelmente hasta que punto las cosas estaban contaminadas por la contra revolución preventiva. Prácticamente a escala mundial, las organizaciones políticas y sindicales con las que se había dotado la clase proletaria renunciaron a sus tareas. Desde luego, esto no era la primera vez que sucedía, por poner un ejemplo: los partidos socialdemócratas hicieron añicos la II Internacional en 1914 en aras de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, lo novedoso fue disponer de la herramienta de la guerrilla. Tenía su origen principalmente en las luchas de liberación que se dieron tras la Segunda Guerra Mundial en los tres continentes.
El empleo de la lucha armada respondía, convirtiéndose en una herramienta estratégica de la contra violencia revolucionaria, a la generalización de las políticas contra-revolucionarias, a toda institución, a la colaboración de las organizaciones sindicales y partidos. Tomamos de Mao el concepto de guerra revolucionaria prolongada y la adaptamos a nuestra realidad metropolitana. Renunciamos a la supuesta acumulación progresiva de fuerzas para poner en marcha la lucha armada en el «momento oportuno» creyendo que la actividad guerrillera era una herramienta inmediatamente indispensable de la guerra de clases revolucionaria, disponible para destruir el sistema global de explotación y construir una organización social alternativa.
En oposición a las esperas, a los envíos eternos de delegaciones a Vietnam, la actividad guerrillera trazó una línea entre la lucha actual, la crítica-ruptura y el objetivo. La preparación para la guerra y la insurrección revolucionaria es en sí misma político-militar. Es la guerra de resistencia, la contra violencia de los revolucionarios enfrentada con la brutalidad del sistema de explotación y opresión.
Después de Génova, escuché proferir a un manifestante mediatizado: la violencia entierra el porvenir. La clase de fórmulas que no valen para nada, salvo para aquellos que están limitados por una mentalidad de encefalograma plano. La violencia integrada en el sistema es admitida como un hecho natural y autorregulado. Aunque todas las sociedades tienen la tendencia a representar la violencia como un ente externo y a desarrollar diferentes rituales, a veces muy violentos de por sí, para expulsarlos, en la actualidad, donde 358 fortunas personales superiores a los 1000 millones de dólares representan el equivalente a las rentas anuales del 45% de la población mundial, es decir 2,3 billones de personas, es más indispensable que nunca referirse a la diferencia semántica que introdujo Genet en 1977 entre la violencia y la brutalidad.
Este simple ejemplo ilustra el alienante proceso en que se encierra el espectáculo de la contestación. Se niegan los fundamentos de las relaciones de poder, borrándolos del paisaje. El acceso a la realidad se encuentra obstruido por palabras que ya han perdido su significado. Las condiciones concretas donde se determina la brutalidad estructural del sistema son, en el mejor de los casos, condenadas pero no combatidas.
ATTAC y otros ciudadanistas pretenden renovar el contenido de la democracia formal, tal cual ha sido desarrollado a partir del siglo XIX. Ahora bien, a pesar de los derechos políticos y sociales que se han obtenido durante las luchas y los duros combates en el marco que relaciona el capital, el trabajo y el Estado, los marcos y las reglas de tal «democracia» son resultado del modo de producción capitalista, que en pleno deleite vampírico, chupa la sangre de la fuerza de trabajo. En el siglo XIX, el vampiro consumó a grosso modo «la expropiación de la masa del pueblo, [que] fundamenta el modo de producción capitalista». Se lanzó a la conquista de otros mundos donde la dependencia salarial no constituía aun su reverso, en tanto que relación social de producción. A comienzos del siglo XXI, el vampiro continúa con vida gracias a la sangre que succiona de los trabajadores a través de dos arterias; una que bombea al proletariado de las metrópolis y la otra.
La unión de lo político y lo militar no significa hacer de la violencia «el motor de la historia». Sin embargo, frente a la violencia institucionalizada, pacífica, de la relación capital/trabajo, por no decir que es la base de la sociedad de clases, la contra violencia parece susceptible de conquistar momentos de poder con y para los vencidos.
La crisis de dominación registrada por la burguesía durante los años sesenta, la crisis del modelo de acumulación y de relaciones sociales capitalistas, volvieron a poner sobre la mesa la cuestión de la conquista del poder para los vencidos. Por otra parte, dentro del mismo movimiento, las ideas del internacionalismo proletario y del antiimperialismo se habían renovado profundamente.
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